Entonces nos creímos todo lo que
nos dijeron, pensamos que todo estaba hecho y que nadie podría con nosotros.
Poco a poco aprendimos a mirar al suelo, a sonreír sin ganas y a emocionarnos sólo con la publicidad. Confundíamos
amor con contrato y el sexo se convirtió en vocación. Ya sólo llorábamos en los
funerales y nos abrazábamos en finales
de fútbol. Se nos olvidó cómo susurrar cosas bonitas y empezamos a gritarnos. Sentíamos
ese cosquilleo en el estómago al sacar la tarjeta de crédito. Escribimos miles
de libros de autoayuda y nos olvidamos de ayudar a los demás. Hubo muchos
avances; inventamos las cámaras, Internet y la radio y por fin pudimos ocultar
esa mitad del mundo que no queríamos ver. Entonces el sistema quebró y en lugar
de inventar uno nuevo compramos tijeras.
Pero no podía ser, había que
hacer algo. Dejamos que nuestras madres nos lavasen la ropa para ir limpios a
la manifestación por la igualdad. Defendimos el planeta haciendo libros de
metal, pero no dejamos de utilizar países-contenedor. Cumplimos como ciudadanos
y gritamos todos los días al televisor. Y
cuando estábamos demasiado enfadados, quemábamos contenedores para denunciar los
árbitros comprados y los partidos perdidos nunca pensamos en denunciar a
aquellos que lo veían todo desde la tribuna.
A todos nos pasó.