martes, 27 de diciembre de 2011

Un precioso error

Se sentía triste al pensar que no volvería  a permitirle nadar entre sus sábanas. Aquel sabor a Gin-tonic  amargo y tabaco todavía se resbalaba por sus labios cuando pensaba en aquella noche. Todavía podía sentir sus caricias expertas y decididas por todo el cuerpo. Realmente había sentido que volaba al verlo por la mañana. Aquellos ojos grises, como de película en blanco y negro, esa mandíbula marcada y esa media sonrisa como de hombre rasgado hacían que solamente quisiera abrazarlo y acariciarlo, protegerlo de todo, al mismo tiempo que él, con sus brazos, la rodeaba asegurándole un rincón seguro y tranquilo. Nunca antes había tenido aquella sensación, nunca antes había rogado al Sol que tardase un poco más en salir. Ojalá aquella noche hubiera sido infinita. Ojalá todavía le estuviese susurrando al oído aquellas tonterías, banalidades que servían de excusa para acercarse un poco más, para mirarse a los ojos.  Tal vez seguiría allí, tumbada y enredada entre su cama y la suavidad de su piel. Hacía tiempo que había reconocido que perdió la cabeza, que cuando él la besó en aquel bar ella ya no pudo pensar en nada más. Parecía increíble, una de esas cosas con las que ni siquiera se había atrevido a fantasear.  Imposible de olvidar como la llevó de la mano hasta allí. Todavía recuerda haber visto granes planes y sueños salpicar cuando le removía el pelo.
Pero había vuelto a equivocarse. Él, ciego de amor y borracho, buscaba algo que disminuyera el dolor, buscaba una cura eventual para su corazón roto recién fracturado por la caída desde las nubes, pero ella, ella buscaba un abrazo, una caricia, buscaba algo más que una lucha entre sábanas. Por eso se dejó llevar, no preguntó a nadie, ni a ella misma y se dejó doler y llorar. Había vuelto a elegir mal, el cómo, el cuándo, el dónde, incluso el quién fue un enorme error. Un precioso error...