Te raja. Te duele. Te rompe. Te rompes. Y nadie sabe. Nadie
entiende. Y arrancas las fotos. Las chinchetas se clavan en todas partes.
Quemas los sueños. Y aún así no lo veías. Pasó el tiempo y no lo veías. Y de
golpe duele más. Y dejarás de mentir. Confesarás que fue mal. Que todo fue mal.
Que tanta tinta para tan poca pluma, que tanto dolor para un triste y simple
adiós. Que tú lo inventaste a él y nadie te supo avisar. Que nadie fue valiente
y que todos sonreíamos. Que a la que más le importa nadie le pregunta. Y lloran
las nubes. Lloran porque aquí siempre llueve.
Y ellos no entenderán porque nunca supieron leer. Porque
siempre hubo cosas fuera de su alcance. Fuera de sí. Fuera de todo y tal vez,
demasiado adentro. Y el temblor es demasiado fuerte y ya todo da igual. Porque
tonto el último y nadie quiere ser el primero.
Porque hay que saber acariciar y conocer y eso, a veces, cuesta. Y a
veces el celuloide arde y sólo queda el abrazo y la lágrima.
¿La culpa? Tanta soledad y tantas noches de invierno. Tanto
frío y tanta falda. Sólo dolor y ganas de romper. Romper con todo y no romper a
nadie. Un laberinto sin gravedad demasiado enredado para encontrar la salida. Y
aún así, ellos sonreirán atrapados.
Y tú.
Lloras.