lunes, 11 de febrero de 2013


Las lágrimas se resbalaban por sus mejillas como un río salvaje. Cuándo se dio cuenta, no puedo detener aquel llanto desconsolado. Se había roto, se había fracturado como un caro jarrón chino. Se había traicionado a sí misma y le desbordaba tanta decepción. Había traicionado a otros antes, pero nunca a sí misma, no tanto.
Todos sus músicos de cabecera le recomendaron vivir el amor y ella siempre estuvo dispuesta abrazarse a las miradas de los desconocidos que se cruzaban en su vida. Se enamoró de mentes y se enamoró de almohadas, pero siempre, acariciando ese hormigueo extraño que la recorría.
Todo comenzó con aquella promesa. Con aquella convicción y aquel miedo enfermizo a que, algún día, alguien le cortara las alas. Se prometió amar y echar raíces, bailar la luna y compartir camino, pero nunca, perder la llave de su propia jaula.
Pero el dolor era más grande que cualquier otra cosa que ella conociera y por no volar sola, dejó de volar. Y por miedo a lastimarse se encerró en su jaula, se forró el corazón con sonrisas falsas y faldas cortas y llenó sus noches de nada.
Fue esa misma nada la que la rompió por dentro. Una nada tan grande que no podía mitigar el dolor, ese dolor que está ahí siempre, el dolor importante, el de las cosas serias. Y cuando se sintió rota y dolida no puedo evitar llorarse. Así lloró, lloró desde los pies hasta las puntas de las orejas. Todo su cuerpo lloró la nada y la excusa que la consumía.
Esa noche se durmió entre lágrimas. A la mañana siguiente, aún empapada, se despertó sola, sola y tranquila. Un sonido gutural le subió por la garganta y una risa infantil se apropio de ese despertar de alas, de brisa y de aire. Por la ventana entraba el Sol. Había perdido la llave, ya no había jaula.

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Es mejor arrepentirse por lo que has dicho que por lo que no... :)