Caperucita durmiente nada sabía de lobos, príncipes ni agujas. Ella era una niña normal; dormilona, friolera, sonriente, tímida, coquetona y saltarina. Con tres años de edad comenzó a trabajar como cuentacuentos en cimas de montaña y paradas de autobús. La niña sin embargo era inconstante y en ciertos momentos dejaba de narrar la historia en voz alta y la contaba tan bajito que sólo se escuchaba dentro de su caperuza. Por este motivo -y otros tantos que no vienen al caso- la niña terminó especializándose en la difícil tarea de escuchacuentos. Pasaba horas y horas escuchando… conversaciones privadas en el transporte público, cotilleos de las vecinas por el patio de tender o incluso colándose en el despacho de algún psicólogo despistado.
Con el tiempo se le cansaron las orejas de tanto escuchar así que cuando no tenía que trabajar procuraba esconderse en sitios silenciosos para echarse la siesta. Durante meses ocupó hospitales, bosques, callejones oscuros y en ocasiones hasta algún balneario para jubilados; pero las palabras seguían resonando en su cabeza. Además, en estos sitios, se aburría escandalosamente.
Un día, por casualidad, mientras seguía a una pareja de adolescentes que discutía acaloradamente llegó a un nuevo espacio-silencio (así los llamaba ella). Montones de estanterías llenas de libros se agolpaban entre aquellas sagradas paredes, allí nadie hablaba pero cada uno se contaba su propio cuento en silencio. Aquel día renunció al trabajo y se instaló en la biblioteca. Allí, entre dos cuentos titulados: “La bella durmiente” y “Caperucita roja” conseguía dormir calentita y en paz.
Dormir es uno de mis placeres favoritos...
ResponderEliminarEre lo má bonito de to saragosa!
ResponderEliminarY es que al final, el silencio es lo más bonito que podemos escuchar
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